Debemos recordar. Recordar el
sobrecogedor primer contacto con el horror del Holocausto, de la
violencia más extrema que el odio sembró en la Europa de
entreguerras. Ese rito iniciático en el que pasamos del calor de
nuestra casa, escuela o instituto a conocer el abismo del exterminio.
A la destrucción de personas como nosotros,
como tú, como yo, como nuestros padres, hermanos, hermanas, amigos y amigas. Recordar el hundimiento de sus ilusiones y recuerdos. Recordar la rabia y la
angustia que sentimos viendo “La lista de Schindler”, “El
pianista”, “La vida es bella”, “Shoah” o “1984”.
Recordar la primera vez que en el instituto nos hablaron de lo que
pasaba en Auschwitz, en los Gulags soviéticos, en Ruanda, en Miranda
del Ebro o en Hiroshima.
No debemos olvidar tampoco a los millones de europeos que miraron hacia otro lado
mientras la apisonadora Nazi aniquilaba a niñas, a niños, a hombres, a mujeres
y ancianos. No olvidemos esa puñetera
pasividad que, de alguna forma, les hizo cómplices de la muerte
industrializada de más de 6 millones de personas en los campos.
Personas olvidadas por otras personas que se vieron empujadas por
nuestra monstruosidad a sufrir palizas, vejaciones, torturas,
amputaciones, experimentos y asesinatos.
Imaginemos
el futuro, cuando nuestros hijos o nietos tengan que estudiar para el
examen del martes como sus familiares -muy ocupados en ver el fútbol
o Gran hermano; en escribir poemas sobre la inmensa belleza de los
dedos del sol acariciando la dulce campiña de nuestra querida
tierra; en subir montañas para volver a bajarlas; en
autocompadecerse por no poder comprar más pisos o en colocar su culo
lo más alto posible- no pudieron hacer nada. O peor aún, imaginemos
que los derroteros de nuestra inacción cuajen en el renacer del
horror y que sean ellos y ellas quienes paguen por nuestra
absoluta falta de responsabilidad moral y social.
El
fundador del Proyecto del Genocidio Camboyano, Gregory H. Stanton,
diseñó un marco interpretativo en el que establece ocho estadios, o
episodios, que de alguna manera indican la consumación de un
genocidio. ¿Adivinas qué estadios se están desarrollando en la
Europa de los refugiados?
El que diferencia el "nosotros del ellos" (el primero); el que tiene que
ver con simbolizar al enemigo común, es decir, los migrantes como
amenaza a la “estabilidad económica” (el segundo); el
relacionado con el proceso de deshumanización del ellos al calor de discursos como el que avisa acerca del riesgo de
penetración del terrorismo yihadista (tercero); el que tiene que ver
con su organización estatal, o institucional, reflejado en el
acuerdo entre la UE y Turquía conocido como “el pacto de la
vergüenza” (cuarto); y el ascenso de ideologías racistas,
ultranacionalistas y xenófobas que en este caso tiene su reflejo en
el auge de partidos como Alternativa para Alemania o el Frente
Nacional de Jean-Marie Le Pen (Quinto). Quizás, quedarían más
anclados a la esfera de la interpretación, y de lo que pueda
suceder, el resto de estadios: la elaboración de las listas de la
muerte (¿la deportación a un país tan hostil con las y los refugiados como Turquía?); la ejecución sistemática del genocidio
(¿pasivo?) y la negación del mismo (cuidado con los eufemismos).
Podemos
pensar que lo que sucede ahora no se asemeja en nada al horror de los
genocidios del siglo XX. Digámoselo a las más de 26.000 personas
que murieron en el Mediterráneo durante los últimos 14 años, o a
aquellos que están sufriendo amputaciones a causa del mal del “pie
de trinchera”. Digámoselo también a aquellos a quienes se le ha
puesto precio a su futuro (6.000 millones de euros).
Preguntémonos,
¡¿Qué les ocupa tanto a los idolatrados futbolistas como para no
realizar un gesto o una declaración contundente en contra de esta
barbarie que permita divulgar de forma masiva la necesidad de ofrecer
auxilio?! ¡¿Qué hacen los medios que no bombardean con programas
especiales esta cuestión lo suficiente como para que no podamos
mirar hacia otro lado?! ¿Por qué ante algo tan obvio no se moviliza
la sociedad de forma multitudinaria? ¿A qué esperamos? ¿Al desastre?
¿O nos puede el miedo servil provocado por ese invento que los
poderosos han inventado -sí, los poderosos, no nosotros- “el
riesgo de inestabilidad económica”? ¿Nos hemos parado a pensar en
el sinsentido de los precios de productos de lujo o en el dinero que
se refugia en los paraísos fiscales y qué se podría hacer con tal
masa económica? Y, por último, ¿hemos pensado alguna vez cómo nos
recordarán todas esas personas que han sido rechazadas,
menospreciadas y humilladas por la Europa de la solidaridad?
¡Basta
ya! Es el momento de cuestionar nuestras presuntas “ataduras” y
movilizarnos. Salir a la calle, de forma pacífica, y decirle a los canallas que deciden estas cuestiones:
“¡Hasta aquí hemos llegado!”. Y aunque la ayuda material y
económica es prioritaria, la disputa contra un poder no
representativo que decide en contra de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos es irremplazable. De lo contrario seremos
cómplices de esta barbarie.